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La vida después de Diego: minuto cero

Dos palabras como dos trenes desbocados yendo al choque, finalmente inevitables, hace exactamente un año: murió Diego. Hay palabras que cuando se juntan o chocan de frente provocan un terremoto colosal en algún lado. Murió Diego fue una bomba en el corazón que él mismo nos había regado de toda felicidad posible y, más allá de las fronteras, en el alma y la memoria de la Patria que en cualquier idioma lo amaba y lo sigue amando.

El ejercicio recurrente de decirlo, de escribirlo o de pensarlo (o sea la amenaza de tantas veces anteriores, Cuba, Punta del Este, Buenos Aires), ni siquiera alcanzó para amortiguar el golpe. Tal vez, al revés que en la leyenda de Bloody Mary, debimos haber dicho «murió Diego» tres veces frente al espejo como conjuro. O tal vez, como la fábula del pastor y las ovejas, nos ilusionamos por un rato con que fuera de nuevo una mentira, un chiste malo.

Pero no. Esta vez era en serio.

–Seba, ¿es posta?

–Así es.

Y unos segundos después.

–Falleció.

Eso fue todo. No hacía falta más. Falleció, nos dijo Seba, jefe de prensa de Diego, como si quisiera, con la formalidad, hacernos y hacerse a sí mismo más digerible o más distante o más ajena la noticia. Hay palabras que tienen la capacidad de anestesiarnos, que nos permiten convivir con las tragedias sin volvernos locos. Lo que fallece queda lejos, apenas nos conmueve.

Pero Diego murió porque los amores mueren, las pasiones mueren, esas muertes que nos duelen en rincones del cuerpo que no tienen nombre.

El 25 de noviembre de 2020 murió Diego en la desmesura de un encierro planetario, porque todo en Diego siempre fue desmesurado. Y su vida nos pasó por delante de los ojos, como si también -y un poco así sucedió- fuésemos a morir nosotros.

¿Qué habrá pasado por delante de los ojos de Diego?

En una villa nació, «quiero jugar en Primera y jugar el Mundial», 20 de octubre de 1976, Argentinos, selección juvenil, Boca Juniors, España 82, Barcelona, Napoli, la mano de Dios, el gol del siglo, barrilete cósmico, Nápoles te ama pero Italia es nuestra patria, y todo el mundo cantó Maradó Maradó, me cortaron las piernas, te lo juro por las nenas, cambio en Boca sale Maradona entra Riquelme, se le escapó la tortuga, la pelota no se mancha, la tenés adentro, si yo fuera Maradona viviría como él.

Sabíamos que algún día deberíamos contar esta tristeza, pero nunca pudimos haber imaginado que fuera así, aislados, amenazados por un virus asesino, trabajo remoto, grupo de whastapp, vos esto, vos lo aquello, yo estoy cerca yo más lejos, esa cosa impersonal y fría de la virtualidad mientras un dolor inexplicable nos empujaba el cielo hacia abajo y se cocinaba a fuego lento la rebeldía popular del día siguiente en la Casa Rosada.

Porque no se puede ser feliz en soledad, como dijo Leonardo Favio, pero tampoco es posible atajar solos las tristezas que van al ángulo.

«Murió el fútbol», resumió ese mismo día el periodista Horacio Pagani, mientras la conmoción se replicaba en los medios del mundo entero. «Es como si se hubiese muerto un familiar de todos», acertó alguien por la tele. En la era de la fugacidad parecían pulverizarse las medidas convencionales del tiempo. Y otra desmesura: la belleza multiplicada en el recuerdo.

«No sé por qué farsa de profesionalismo digo Maradona cuando mi corazón destrozado dice Diego», escribió Juan José Becerra.

«Eras un lujo, Diego, y un zarpe. Un pliegue de la vida dura que albergaba la fiesta y se aferraba ahí, porque cuánto cuesta vivir, Diego, y cuánto morir y cuánto tocar el cielo con las manos y que se te llene todo de caranchos», escribió Gabriela Cabezón Cámara.

«Yo me robaría el cajón de Maradona/ saldría en un carro de botellero/ como los que había en mi barrio/ cuando chica./ O mejor en el carro de Pascualito/ que pasaba por el frente/ de la casa de mi nona./ Me robaría al Diego/ para pasearlo por todos los barrios de pibes pobres/ por todos los bordes/ de los bordes», escribió Liliana Campazzo.

El 25 de noviembre de 2020 murió Dios, o el más humano de los dioses según Galeano, la historia desbordando de su propio cauce igual que todas las vidas que vivió le desbordaban el cuerpo; y a la vez murió un hombre un padre un hijo un hermano, para cada uno de nosotros un tesoro íntimo, otro granito de arena en el desierto interminable de la soledad y la tristeza; lo infinito y lo efímero; lo enorme y lo pequeño; como ese haiku de Borges: ¿Es un imperio/ esa luz que se apaga/ o una luciérnaga?

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